viernes, 16 de mayo de 2014

Juguemos a que vivimos




Cerré los ojos, para que ya se fuera el día, espanté de la cabeza un montón de pensamientos e imágenes que no me dejaban diluirlo, que no dejaban que la noche trajera el alivio que trae el sueño.
Llegué entonces al lugar privilegiado de la nostalgia: la infancia con su color de sol y los juegos, ¡sobre todo los juegos!
Esas horas en que me probaba a mi misma, horas largas en que me encerraba en el closet para ver cuanto tiempo podía resistir en la oscuridad, o cuando camina entre los techos que unían las casas y saltaba de vuelta a la tierra mientras me repetía en la cabeza “si puedo”. Como aquella vez que salté de un lado al otro de la piscina, con la misma máxima en la cabeza, y me rompí el mentón ante la vista de todos los niños de la cuadra.
Siempre temía llegar a mi casa lastimada, pero no lastimarme, eso no me importaba demasiado, me importaba llegar mas lejos en las hazañas infantiles, sobre todo porque era niña y quería ser igual de valiente que Ellos.

Cuando era niña no dudaba de nada de lo que quería, esa sensación de poder llegar donde quisiera, hacer lo que quisiera. Eso es para mi la libertad.
En un cuaderno anaranjado, de 500 hojas, escribía todas las noches. Cuentos sobre payasos, sobre elefantes y algunos garabatos a los que llamaba “poesía”. En ese momento pensaba que si quería ser escritora tenía mucho tiempo. El plan era escribir todos los días, sin falta, de manera que cuando fuera grande me habría convertido en una escritora de verdad, naturalmente, porque pensaba que la constancia me pondría en el lugar donde quería estar. Después probé con la pintura al oleo. Mi madre me llevaba a la casa de una señora, los jueves en la tarde a tomar clases. Yo tenía 11 años y pinté hasta los 18. Me di cuenta entonces que solo bastaba disfrutarlo, que no era demasiado buena, pero que pintar hacía que todo lo que me inquietaba en la adolescencia se suavizara. Después vino la fotografía, la guitarra, el acordeón y finalmente el teatro, donde quise quedarme como quien encuentra donde está su casa.

Cuando pienso en jugar llego hasta ahí. Después vino la vida, con su gravedad, con su constante validación, como si hubiese que justificar cada paso que se da, sin poder lanzarse al vacío solo porque uno puede. Y que ya no hay tiempo, que estamos en riesgo de perder lo poco que acumulamos. Yo quisiera ponerme a jugar con ésta realidad mía y ver cuanto tiempo puedo resistir fuera de ella. Pero a eso lo llaman locura y se remedia con esas citas al psiquiatra que tanto dinero nos cuestan. Por eso me voy al teatro, por eso escribo estas hojas que son un salvavidas o un pasaje de regreso a ese país de sol, donde por un instante puedo sentir el viento frío de Santiago, y el olor de la comida que cocinaba mi papá y los llantos de mi hermana. Y hoy quiero quedarme ahí, subirme al techo, cerrar los ojos, y dejarme caer pensando que “si puedo”.

No dejaré que me quiten el juego, si a eso vine a la vida.
No me crean nada, no me tomen en serio porque yo no hago nada mas que jugar...

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