Cerré
los ojos, para que ya se fuera el día, espanté de la cabeza un
montón de pensamientos e imágenes que no me dejaban diluirlo, que
no dejaban que la noche trajera el alivio que trae el sueño.
Llegué
entonces al lugar privilegiado de la nostalgia: la infancia con su
color de sol y los juegos, ¡sobre todo los juegos!
Esas
horas en que me probaba a mi misma, horas largas en que me encerraba
en el closet para ver cuanto tiempo podía resistir en la oscuridad,
o cuando camina entre los techos que unían las casas y saltaba de
vuelta a la tierra mientras me repetía en la cabeza “si puedo”.
Como aquella vez que salté de un lado al otro de la piscina, con la
misma máxima en la cabeza, y me rompí el mentón ante la vista de
todos los niños de la cuadra.
Siempre
temía llegar a mi casa lastimada, pero no lastimarme, eso no me
importaba demasiado, me importaba llegar mas lejos en las hazañas
infantiles, sobre todo porque era niña y quería ser igual de
valiente que Ellos.
Cuando era niña no
dudaba de nada de lo que quería, esa sensación de poder llegar
donde quisiera, hacer lo que quisiera. Eso es para mi la libertad.
En un cuaderno
anaranjado, de 500 hojas, escribía todas las noches. Cuentos sobre
payasos, sobre elefantes y algunos garabatos a los que llamaba
“poesía”. En ese momento pensaba que si quería ser escritora
tenía mucho tiempo. El plan era escribir todos los días, sin falta,
de manera que cuando fuera grande me habría convertido en una
escritora de verdad, naturalmente, porque pensaba que la constancia
me pondría en el lugar donde quería estar. Después probé con la
pintura al oleo. Mi madre me llevaba a la casa de una señora, los
jueves en la tarde a tomar clases. Yo tenía 11 años y pinté hasta
los 18. Me di cuenta entonces que solo bastaba disfrutarlo, que no
era demasiado buena, pero que pintar hacía que todo lo que me
inquietaba en la adolescencia se suavizara. Después vino la
fotografía, la guitarra, el acordeón y finalmente el teatro, donde
quise quedarme como quien encuentra donde está su casa.
Cuando pienso en jugar
llego hasta ahí. Después vino la vida, con su gravedad, con su
constante validación, como si hubiese que justificar cada paso que
se da, sin poder lanzarse al vacío solo porque uno puede. Y que ya
no hay tiempo, que estamos en riesgo de perder lo poco que
acumulamos. Yo quisiera ponerme a jugar con ésta realidad mía y ver
cuanto tiempo puedo resistir fuera de ella. Pero a eso lo llaman
locura y se remedia con esas citas al psiquiatra que tanto dinero nos
cuestan. Por eso me voy al teatro, por eso escribo estas hojas que
son un salvavidas o un pasaje de regreso a ese país de sol, donde
por un instante puedo sentir el viento frío de Santiago, y el olor
de la comida que cocinaba mi papá y los llantos de mi hermana. Y hoy
quiero quedarme ahí, subirme al techo, cerrar los ojos, y dejarme
caer pensando que “si puedo”.
No dejaré que me
quiten el juego, si a eso vine a la vida.
No me crean nada, no me
tomen en serio porque yo no hago nada mas que jugar...