Desde muy pequeña sufrí de una inquietud espantosa, esta iba
más allá de comer gusanos o pasteles de lodo, solía experimentar con todo lo
que encontraba, lo que me llevo a lastimarme muchas veces. La primera fue a los
tres años, cuando hurgando en la estufa con un palo, me derrame agua hirviendo
sobre la pierna izquierda; era invierno, por lo que llevaba unas medias de lana
y botas para el frio, lo caliente del agua hizo que la piel se adhiriera a la
media y mi madre al retirarla, desesperada, con mi cuerpo bajo la regadera, también
retiró la piel. De ahí hospitales para niños quemados, y una cirugía de injerto
de piel desde el muslo hasta el empeine, curaciones escabrosas, una cicatriz en
forma de cuadrado en el muslo derecho y un bulto de piel sobre el empeine, además
de la premonición de una cojera que en su futura aparición habría de ser
reparada. Ahí comenzó mi vida.
Todas las noches mi padre untaba su mano con aceite de rosa
mosqueta y la ponía sobre la cicatriz de
mi pequeño pie, el dolor no se recuerda,
solo el olor dulce de ese brebaje sureño que habría de menguar la marca que propino
mi primera imprudencia. El dolor no se recuerda. Solo la voz y la sonrisa de
papá, que para distraerme de la fatídica curación me contaba pequeños cuentos
que salían de su cabeza. Fueron las mil y una noches donde me inventó el mundo,
las historias no se acababan porque él me pedía proponer los personajes, las circunstancias,
los nombres y entonces fabricábamos aventuras de animales y hombres magníficos,
que se prolongaban noche tras noche bajo las curaciones con olor a rosas.
No sé cuántos años duraron las curaciones en mi pie, pero la
espantosa inquietud no pudo remediarse, me lastimé mil y una veces más y me
obsesionaron las historias hasta siempre. He de confesar que nunca he vuelto a
ver tal dedicación en un ser humano por una cicatriz, la dedicación de mi padre
hacia mi pequeña marca era infinita; quizá el aceite de rosa mosqueta solo era
el vehículo mágico para caer en un mundo por inventar, quizá sus vapores eran
los únicos capaces de hacernos transfigurar en graciosos animales dotados de
alas y cuernos, que podían volar y vivir bajo el mar. Yo estuve en el paraíso.
No sé cuándo se acabaron las noches de cuentos, solo sé que
esta noche, mientras pongo unas gotas de aceite de rosa mosqueta a una nueva
herida provocada por mi espantosa inquietud, siento resonar las palabras de
papá en el aire pidiéndome contarle una historia...
Por cierto, la cicatriz del pie casi desapareció y los médicos
quedaron desacreditados en la predicción de mi cojera futura, ella nunca llegó…